Mientras todos estamos distraídos con los próceres y “próceras” que ocuparán los nuevos billetes, por detrás –o no tan detrás-, los próceres actuales se siguen llevando puesto al país y a sus instituciones.
Somos un país enfermo, ya no cabe duda. Porque las cosas pasan por nuestras narices, pero seguimos impávidos, viendo cómo los que debieran ser ejemplo de integridad, carecen de ella. Vivimos en una sociedad anestesiada, sin reacción. No quiero decir que haya que hacer lo mismo porque uno está en contra de toda clase de acto violento, pero en otros tiempos, cuando el gobierno no era de este color político, por mucho, muchísimo menos, cascoteaban el Congreso, rompían la Ciudad y quemaban los restos. Está claro quiénes eran los impulsores y los propulsores de semejantes actos cuando había que desequilibrar un gobierno no afín al peronismo. Y vuelvo a aclarar, por si algún lector desprevenido intenta sacar alguna frase de contexto: estoy en contra de cualquier tipo de violencia y solo establecí una comparación al decir que, por muchísimo menos, los mismos que hoy están calladitos, antes te incendiaban el país.
Pero volvamos al hoy. Si quedaba alguna esperanza de que la justicia argentina actuara como “justicia”, se dilapidó ayer cuando el juez Lino Mirabelli aceptó la coima presidencial para tapar un delito. El delito cometido por nuestro primer mandatario. Hagamos un poco de historia: cuando se instaló la cuarentena por decreto, el presidente Alberto Fernández, por ese entonces, contaba con cierta credibilidad de la gente. Y no sólo de sus votantes, sino también de aquellos que veíamos con buenos ojos el plan para contrarrestar los efectos de un virus desconocido que se estaba cobrando vidas. Fernández fue muy elocuente con sus mensajes paternalistas. “Los estamos cuidando”, es una frase que sigue resonando en nuestro interior. Bien. Tras esa premisa, los discursos enérgicos de Fernández hasta ponían la piel de gallina: desde tratar de estúpidos a quienes violaban la cuarentena, pasando por otra famosa frase -“se acabó la Argentina de los vivos”- y llegando a amenazar con ir él mismo y meter presos a los desacatados. Solo le faltaba ponerse la capa y salir de la baticueva.
Pero en el medio,
pasaron cosas. Cosas como que un padre no pudo despedir a su hija en estado
terminal y tuvo que ser escoltado como delincuente por las fuerzas de seguridad
para que se vuelva a su provincia. Cosas como que otro padre que intentó hacer
algo similar, tratando de cruzar un límite para darle atención médica a su
hija, terminó llevándola en alzas varios kilómetros para, días después, ver
cómo su niña, agonizante, daba su último respiro. Cosas como que decenas de
familias formoseñas que estaban en campos de concentración, no podían siquiera
salir para ir al baño. Cosas como esas y tantas otras que no vale la pena
enumerar porque ya todos las saben… Y en medio de todo eso, la foto de Olivos.
La foto del escándalo, la que desató una ola de mentiras presidenciales, de
encubrimientos, de traiciones, de cobardes delaciones, de otras mentiras para
tapar las anteriores… para finalizar, luego de todo este tétrico espectáculo en
el que se nos rieron en la cara de todos, con un arreglo económico tras haber
cometido un delito, por haber roto su propia norma. Con este acto y con la
aceptación de la justicia, el Presidente rompió toda credibilidad del sistema,
destruyó las instituciones, dinamitó la poca imagen positiva que venía ya en
picada y devaluó hasta el piso el valor de su palabra. Todo muy patético, muy
triste. Realmente cuesta encontrar un calificativo acorde a todo este desatino.
Lo peor de todo, es el
fanatismo de quienes ciegamente justifican lo injustificable y se descerebran
pensando argumentos para explicar lo inexplicable. Continúan detrás de un
escudito, una esfinge o los dedos en V, como si eso hoy tuviera algún
significado acorde a estos tiempos. La V de la victoria en un país derrotado
por la corrupción de sus gobernantes, por la ineptitud de un presidente puesto
a dedo por una titiritera macabra, por una vice que mientras decenas de miles
de argentinos morían por el virus, solo se ocupó de acomodar una Corte a su
medida. Por la infame cuarentena eterna que hoy –está bien, con el diario del
lunes lo digo- quedó claro que fue, en parte, inútil, destruyendo la economía,
el trabajo y la educación a su paso. La V de la victoria en un país derrotado
por la ignorancia, donde se tiraron por la borda dos años de clases. Donde
inventan días improductivos como el día del censo, donde censistas eran
asaltados en la calle aprovechando que todos estaban encerrados, y nadie los
podía asistir, pero donde “la ley” llegaba en minutos para cerrarle el negocio
a quien cometía la osadía de abrir para hacerse el día. Todo al revés. El que
quiere robar tiene el escenario propicio para hacerlo. El que quiere trabajar,
abre su negocio con culpa por hacer algo “ilegal”. Este gobierno hace todo lo
que está mal, y hasta parece adrede.
Y nosotros… nosotros,
tan pacíficos, tan emprendedores, que cuanto más nos meten la mano en el
bolsillo, más nos las ingeniamos para salir adelante por otro camino. No
tenemos tiempo de cortar calles, de incendiar comisarías, de tomar escuelas, de
bloquear la salida de transportes de las empresas que no nos son afines, etc.
No. No estamos en ese negocio. Pero, como dijo Sonia Decker, aquella lectora en
su carta al diario La Nación hace no muchos días, falta poco para que se desate
“la ira de los mansos”. Y tal vez esa ira no implique destruir nada, porque al
fin y al cabo, somos mansos. Tal vez esa ira se traduzca en una votación
ejemplar en las próximas elecciones. Una votación que nos saque del letargo, de
décadas de destrucción sistemática de un sistema de valores que hagan vivir a
una sociedad en paz, en armonía, con trabajo, educación, salud… nada. Cosas
esenciales que tiene cualquier sociedad civilizada. Solo espero que los 16
meses que faltan para elegir nuevo gobierno no sea demasiado tiempo para que la
anestesia continúe con su efecto…





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